Todo lo que ellos querían era descubrir si existía un paraíso
Traducido al español por: Jorge Fenix, de Stella Ediciones
Petrus vivía en la periferia sur de Avengar en un condominio frio y sucio, donde el gobierno le había destinado un cuarto con baño y cocina. Trabajaba en la usina de energia, controlando máquinas que proveían electricidad para veinte ciudades del porte de Avengar. La jornada de doce horas diarias de trabajo, seis días por semana, no era animadora, a pesar de que su función fuera considerada privilegiada. Petrus había conquistado el puesto por haber luchado en los frentes populares en el Día del Levantamiento. No tardó mucho en percibir su error, pero no había mucho que hacer. Hablar con otras personas era peligroso, por eso reservaba sus pensamientos para los momentos de soledad. La única persona con quien compartía sus ideas era Carlos, que trabajaba en el sector de mantenimiento de la usina.
Los dos se conocieron en el comedor y pronto fue surgiendo una amistad fuerte. Tras un año de esa relación, Petrus tomó coraje para exponer, aunque cuidadosamente, un poco de su pensamiento. Para su satisfacción, sus sospechas se confirmaron cuando constató que Carlos compartía las mismas ideas e ideales. Sabían que había otros como ellos, pero no podían exponerse, pues, en caso de que fueran denunciados, serían considerados traidores, crimen severamente castigado con la muerte.
Continuaron sus conversaciones reservadas y, después de algún tiempo, una persona más se juntó al grupo: la bella, inteligente y sagaz Carmen, una enfermera del Centro Médico. Fue ella quien supo, durante las numerosas atenciones a pacientes, que existían sobrevivientes del Levantamiento que habían huido hacia un lugar supuestamente seguro y desconocido. Tal vez fuese apenas una leyenda más o un cuento de hadas, pero, a partir de esa información, encontrar esa tierra distante y a los sobrevivientes se volvió sinónimo de esperanza. Pero, ¿cómo conseguir algo así?
En Avengar la vida de los operarios tomaba rumbos peligrosos. Las raciones diarias y el sueldo mínimo generaban incomodidad, y no tardó mucho en surgir uma vasta red clandestina donde circulaban los más variados ítems de consumo. De pastas de dientes a drogas pesadas, prostitución y una criminalidad creciente que la Policía Estatal intentaba reprimir sin mucho éxito, pero siempre con extrema violencia.
El contingente de policías era grande, pues formar parte de ese organismo de control traía algunos beneficios, como: jornada de trabajo menor y una remuneración por encima de la media. Inicialmente fueron esos atractivos los que llevaron a Pamela a alistarse en las fuerzas. El tiempo y el adoctrinamiento hicieron el resto. Su devoción ciega al Gobierno la transformó en una cazadora de subversivos, como eran llamados todos los que pensaran diferente. Pamela solo tenía un defecto grave: su orgullo hacía que a veces hablara de más.
Carmen estaba de turno en Emergencias del Centro Médico, cuando la ambulancia llegó con dos policías heridos en un enfrentamiento. Fue designada para atender a la joven policía que había recibido un tiro en el hombro. El médico responsable realizó los procedimientos necesarios y la agente fue llevada a un cuarto para recuperarse. Carmen estaba aplicando los vendajes y, como la mujer policía ya estaba consciente, comenzó a conversar con ella:
— ¡Buen día, teniente Pamela! ¿Cómo se siente? Ha sufrido una herida leve aquí. -Pamela sonrió con una mezcla de alivio, dolor y rabia:
— Malditos subversivos, estaban armados y reaccionaron.
Carmen siempre fue de pensar muy rápido y aprovechó la oportunidad para intentar extraer alguna información y disparó: — Vaya, pensé que esta escoria no existía más, pero debe ser algún alienado aislado.
— ¡No lo son, no! ¡Sabemos que existen más, pero voy a acabar con ellos uno por uno, tengo dos sospechosos más en la usina que luego voy a eliminar también! — respondió Pamela. — Ojalá, tengo miedo de esa gente solo de pensarlo. Voy a trabajar el doble para que se recupere rápido — completó Carmen.
Las dos se rieron juntas.
La noticia cayó como una bomba sobre Petrus y Carlos. Era preciso hacer algo rápido. Carmen sugirió que ellos salieran de Avengar para procurar el mencionado refugio. Sería un tiro en la oscuridad, pero, por lo menos, había una chance de sobrevivir y, quien sabe, un día volver para rescatar a otros. Pero, ¿cómo salir de la ciudad? Siguieron con sus rutinas de trabajo normalmente y mantuvieron los encuentros para no generar ningún tipo de sospecha en razón de un súbito cambio de comportamiento.
La solución para la fuga fue dada por Carlos y le vino a la mente durante un intervalo en la usina, cuando estaba en el jardín, recostado en un banco mirando para el cielo. Carlos observó los drones de carga que hacían su vuelo suave e silencioso llevando materiales de un lado para otro y llegó a la conclusión de que sería una óptima manera de salir por los muros. Restaba ahora descubrir cómo conseguir un dron de alta capacidad. Después de mucha búsqueda e incursiones por los submundos de Avengar, finalmente consiguieron un Nautilus 105, aparato utilizado en el transporte de detritos fuera de Avengar y, gracias a los conocimientos de Petrus, fue posible programar un permiso para que el dron atravesara la muralla sin disparar las alarmas. Con capacidad para 100 kilos, tendría que realizar dos viajes, preferentemente de noche.
La suerte parecía estar de su lado y Petrus agradeció por vivir en el último piso, pues eso le daba acceso a la terraza del edificio. Transportaron el aparato en partes y lo montaron en el lugar del despegue. Todo fue decidido a la suerte y Petrus haría el primer viaje. Con sus setenta kilos, aún sobraba espacio para llevar un poco de equipaje. El habitáculo era pequeño, pero él consiguió acomodarse. La idea era posarse en uno de los predios abandonados de la antigua ciudad, del lado de afuera. El control seria realizado desde dentro del dron y la memoria, borrada al regreso. Todo salió bien en el primer viaje, el aparato atravesó la muralla sin problemas y voló suavemente hasta un predio abandonado, posándose sobre el mismo. Petrus salió, descargó y accionó el retorno automático. El aparato regresó y Carlos borró la memoria de la ruta e inició el cargamento para el segundo viaje. Se acomodó en la caja para iniciar el viaje cuando fue sorprendido por cuatro agentes de la Policía Estatal que lo llevaron preso y recogieron la famosa caja negra del aparato. Era el fin de un sueño.
Del otro lado de la muralla, Petrus aguardó el tiempo combinado, pero Carlos no apareció, sabía que alguna cosa había ocurrido. Por un momento quedó pensativo, hasta que un ruido le llamó la atención. De en medio de las sombras surgió una figura alta y delgada, que se presentó de forma suave, pero segura de sí. − Mi nombre es Tom. ¡Su amigo no vendrá y usted precisa salir de aquí! -Petrus lo siguió, con la sensación de que estaba haciendo lo que era correcto, pero que no sería fácil. Sin embargo, esa ya es otra historia.